Autoeditado :: El paradigma lateral

Por Daniel Zúñiga-Rivera

El editor en su laberinto


En 1960, Raymond Queneau fundó el Ouvroir de Littérature Potentielle (Operador de literatura potencial), o como sería más conocido, OuLiPo. Este movimiento literario partía de una premisa bastante inusual: la limitación formal. Los OuLiPo creían en la constricción fonética, semántica e incluso algorítmica como una manera de obligarse a desarrollar salidas creativas. Para ellos el llegar al lector consistía en dejarlo participar de la obra no sólo como receptor, sino también como constructor, pues sus obras se creaban a partir de obstáculos que el autor se imponía a sí mismo. El autor los resolvía, claro, pero sólo el lector, al participar de esa solución descubriéndola y dándole sentido, hacía que cobrara verdadero valor. Camarero lo definió con una metáfora: el escritor es una rata que busca salir del laberinto.


Existe en la edición una vieja cuestión, ya casi hamletiana, de que los editores se dividen en “buenos” y “malos”; o para decirlo en el lenguaje de la tribu, “culturales” y “comerciales”. Para mí, esta cuestión es más un mito, o un romanticismo, si se quiere. Y la metáfora de Camarero sobre el OuLiPo es una forma excelente de resolverlo: el editor, al igual que esa rata de laboratorio, busca salir de un laberinto. No importa si lo que le espera del otro lado es seguro, como para el editor comercial; no importa si es tan incierto como un mensaje en una botella. Porque ninguno de los dos puede decir que edita para sí, ninguno puede decir que editó sólo para el público. Puede ser que unos se orienten a servir lo que el cliente pide mientras otros intentarán crear su propio cliente para servir los platos que elucubran en su taller. Pero en esa restricción de simplemente llegar, con cualquier estrategia, pero llegar; ahí es donde se da la potencialidad, la capacidad de editar para que, en medio del recorrido, el mensaje no se pierda en el laberinto.


Dimensiones paralelas


Poniéndolo en un plano contemporáneo, habría que ver si el caso de los libros es el único que existe. Y no lo es, desde luego. En un mundo moderno, en una realidad que cambia de manera diaria, hay que aceptar que nuestras vidas se están jugando también en un plano virtual. Una especie de dimensión paralela donde la modernidad juega a cambiar los esquemas de nuestra mentalidad lineal.


Y la edición, por supuesto, está sumergida de lleno en esta realidad. En primer lugar porque el material editorial tiene mucho que ver con las nuevas tecnologías y su aceptación en el plano personal, en la vida cotidiana, lo que se dice. Y en segundo lugar, porque es como si una nueva salida hubiera sido dibujada en nuestro laberinto. La cantidad de información, de usuarios, de recursos; lo potencial de editar material digital, abre posibilidades que de otra manera no serían ni siquiera pensables. Y aquí se da de nuevo nuestra pregunta: ¿editamos para el usuario?, ¿editamos como nos plazca? En cierta forma parte todo del mismo romanticismo. De ese no saber a ciencia cierta si el editor es un artista o un industrial.


Tenemos entendido que el editar material electrónico tiene que llevarnos necesariamente a una traslación con los usuarios. Usuarios que no conocemos, cuyas manías y demonios propios no podemos leer en ninguna base de datos. Y nuestra necesidad de llegar a ellos es sencilla: no sólo se trata de vender o no vender (asunto bastante primordial, sólo a priori), se trata también de una cuestión de esencia. No conseguir penetrar en la mente de un usuario, no lograr que esa persona tome el mouse y entre de lleno en el laberinto que nosotros mismos creamos para ellos, es un fracaso en el más fiel de los significados. En el momento en que esa capacidad de llegar a alguien se pierde, fallamos como editores en todas las acepciones de la palabra; artísticamente para quienes así lo quieran, empresarialmente para los que pueden apreciar lo obvio, personalmente para los que tienen vocación.


Y fracasar, ya sea con un proyecto que significaba algo muy íntimo o simplemente un negocio, fracasar en lo que se dice encontrar nuestros libros en la mesa de saldos o nuestro contador de visitas en el mismo número inmóvil todas las semanas, es algo que el editor no debería permitirse. No sólo porque en general los fracasos pesan más que los aciertos en los balances a fin de mes, sino porque el editor tiene que formar su imagen en base a las cosas que deja traslucir. Su posición en la cadena está en un extremo lejano, muy lejano al usuario y llegar a él es una tarea de esfuerzo y representación constante, de estar atentos a la manera de pensar de un mundo que está cambiando demasiado rápido. Ser editor en este siglo, aun con toda la tecnología con la que contamos, se parece demasiado a esos antiguos generales que para enviar sus mensajes tenían que encargarlos a un corredor que atravesaba todo el campo de batalla. Algunas veces el mensajero moría a mitad de camino, otras se perdía, otras el mensaje llegaba demasiado tarde. Pero algunas pocas veces el mensajero franqueaba las flechas, esquivaba las estocadas, galopaba hasta su destino de manera firme, llegaba a él. Y esas veces, el arribo del mensaje significaba ganar la batalla, la guerra, salvar el reino.


Ese extraño llamado usuario


Entonces, ¿editamos pensando en el consumidor final? Sí y no. Sí porque si queremos que nuestro mensaje no se pierda, tenemos que lograr introducirnos en la vida virtual del receptor. Y no, porque, en realidad, todo parte de nosotros; somos nosotros quienes controlaremos los límites del mundo que creamos para alguien más. En ese sentido, el editor es muy similar a un autor cualquiera, para ser generales, y a un autor OuLiPo, para seguir con nuestra metáfora: elaboramos el laberinto y sus restricciones, pero éste sólo será realmente un laberinto en la medida en que esas restricciones sean invisibles a los ojos del usuario, nuestra rata de laboratorio no debe ser capaz de ver la salida, debe pensar que el laberinto es, a simple vista, infinito.


Y para esto, es indispensable construir un laberinto simple pero envolvente. Se me viene a la memoria, mirando a mi biblioteca, dos ejemplos extraordinarios en la literatura: el primero es el cuento Los dos reyes y los dos laberintos, de Borges, en el cual el rey de Babilonia construye un laberinto de extrema complejidad arquitectónica y hace entrar en él a un rey árabe, quien se pierde por mucho tiempo hasta que da con la puerta gracias a la intervención divina. Tiempo después, el rey árabe conquista a los babilonios y somete a su adversario a una prueba similar, sólo que esta vez el laberinto es, de la manera más sencilla posible, inexpugnable: se trata de un desierto.


El segundo ejemplo es una de las obras maestras del OuLiPo: La vida, instrucciones de uso, del francés Georges Perec. Perec crea una novela íntegra usando un esquema totalmente ajeno a la literatura: los planos de un inmueble. Como si se tratara de un edificio cuya fachada ha sido removida para que podamos ver simultáneamente todos los pisos, Perec penetra en cada una de las habitaciones, describiéndonos objetos y personas, contándonos historias de sus habitantes, los fantasmas de las personas que pasaron por allí, la psicología de gente que no podría ser vista de otro modo. La estructura se arma como un inmenso rompecabezas en el que cualquier lector se pierde y empieza a armar pieza por pieza, con la sensación de que la potencialidad de la obra lleva a que las partes conformen un todo. Pero esto es una ilusión que Perec sabe rescatar de manera magistral, pues, en su propia manera de restringir el espacio, hace creer a cualquiera que entre en su novela que la posibilidad de asociación con el mundo es infinita, que el más sencillo batir de alas de un insecto en nuestro cuarto, tiene por fuerza que enlazarse con algún torbellino del otro lado del mundo.


La ilusión


Todos aquellos que pasamos algún tiempo navegando en internet, utilizando programas, explorando hipervínculos hasta dejarnos perder, conocemos una sensación similar a la ilusión creada por Perec. Este modelo virtual también crea una nueva mentalidad en las personas: la linealidad desaparece para dar paso a un mecanismo de entrelazamiento complejísimo e imposible de visualizar en un mejor ejemplo que la red misma. Ya no se trata de un punto de partida y una llegada donde el límite está claramente marcado. Ahora es cuando empezamos a vislumbrar posibilidades de dimensiones totalmente nuevas, cuando la linealidad se convierte en algo llamado hipertextualidad y la dirección se transforma en una traslación constante sobre un espacio amplísimo. Nuestra capacidad de llegar al usuario se difumina día a día, nuestra tarea de ilusionarlo, sorprenderlo, hacerlo entrar en nuestra obra es cada vez más difícil. Nuestra propaganda, nuestro portal, nuestro sitio web tendrá que ser conciso en las primeras tres palabras, en su velocidad, en lo que sea que podamos hacer para atrapar a ese usuario por el tiempo suficiente para que entre al laberinto y empiece a explorar. Y esto es una tarea de titanes, un reto que implica pensar de una manera diferente también nosotros mismos.


El editor tiene que pensar como usuario, diseñador, programador y también editor en sí. Esto significa que, aunque no juguemos de manera exclusiva ninguno de estos roles (sí, ni siquiera el del editor, pues qué editor que se jacte de serlo no ha terminado trabajando en algún campo que no le corresponde), debemos pasar por todos estos eslabones en nuestra forma de concebir proyectos si queremos que estos lleguen a algún destino diferente del olvido más terrible para un editor: la indiferencia del usuario. Implica también que en un universo curvo (ningún ejemplo más claro que el internet), toda dispersión termina concentrándose. Que, como dijimos antes, editamos para el usuario porque también nosotros somos él en alguna medida: el universo digital nos permite serlo, o nos crea esa ilusión en todo caso. Somos una pieza que crea pero espera creación, somos usuarios de otros editores, editamos para usuarios de cuya existencia no podremos saber más que en nuestra propia representación de su esquema mental. Y eso no se trata de la complejísima definición de ser artistas o industriales porque no podemos reducirlo a eso. Significa que esa falsa dicotomía corresponde al editor mediocre, al que no es capaz de librarse de la linealidad de antaño y entrar a este nuevo mundo interconectado con la capacidad de ver más allá, de ver las nuevas puertas que a la larga pueden bien ser la salida de nuestro laberinto. Y no se tratará de una salida cualquiera: para el editor que piensa ya en función de la interconexión, esa salida del laberinto más complicado será, a su vez, una entrada más a algún otro rompecabezas.


La edición lateral


La lateralidad, rechazada en su momento, fue siempre una manera de buscar las verdades relativas. Esta frase que para muchos podría sonar hasta relativista, es en realidad lo menos relativista del mundo porque tiene una gran ambición: lo engloba todo, no como ambición primaria, sino por contraste. Esa lateralidad, que en general tiende a ser considerada como una cuestión de suburbio, de pensamiento underground o de idealismo que rechaza el retratar a la realidad, no tiene que ver con ninguno de estos prejuicios porque no le importaría convertirse en eso para conseguir su objetivo.


La lateralidad no solo es compatible con la era digital, es su paradigma. Ese pensamiento que se rechazó en la literatura con el boom, en el arte con el estructuralismo o en la edición con el desdén a todo lo que no se pareciera a los proyectos de Herralde o Calasso, desaparece en este universo donde podemos apuntar a nuestro usuario, público, mercado, cliente o como se le quiera llamar, sin dejar de sostener nuestro propio principio: que editar, sea para quien sea, no se configura como acción en sí misma hasta que no termina insertándose en la mente del usuario, en un pasar de página, en un clic a lo desconocido.

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