Edición 101: El doble carácter del libro

Por Daniel Zúñiga-Rivera

La semana pasada hablamos sobre la labor del editor. Dijimos que, en resumidas cuentas, un editor era un profesional que mediaba entre una serie de insumos (de los cuales el principal es un manuscrito creado por un autor) y su forma final: un material editorial, de los cuales el más popular es el libro.

Ahora bien, hoy continuaremos la misma línea de pensamiento con una pregunta bastante básica: si un editor hace libros y ya sabemos lo que es un editor... ¿qué es entonces un libro?

La dualidad

Cuando pensamos en el libro, tenemos que pensar en dos elementos que parecen irreconciliables a simple vista, pero que, en realidad, no son sino parte de lo mismo, dos caras de la misma moneda. Una sola advertencia antes de seguir: debemos pensar en el libro como un aspecto general, no el libro de literatura o el académico o el de fotografía, sino todos estos como una única entidad abstracta. Ahora bien, decía que el libro se caracteriza por una dualidad intrínseca. Es algo así: el libro es un objeto que puede ser material o virtual, que es capaz de ser comercializado, pero que se define por su valor conceptual o simbólico y no por su valor material.

Ahora, esta definición puede resultar un poco compleja a simple vista. Podemos descomponerla en algunos aspectos. En primer lugar, el libro como objeto material o virtual (no debemos dejar de lado a los e-books, aunque ya sobre eso seguramente habrá que tratar más adelante), ya que se trata de construir un objeto. En segundo lugar, su capacidad de comercialización y su valor material: es decir, el libro como una suma de insumos y valores agregados que crean un producto nuevo que es lo que finalmente se comercializa. Y en tercer lugar, y como factor más importante, su carácter conceptual o simbólico, que es el que verdaderamente lo caracteriza como libro. ¿Por qué? Porque un libro se define por su contenido, no por la suma de insumos. No basta con juntar tinta, papel, cola y algunas cosas más para crear un libro, sino que se trata de qué es lo que dice ese libro en particular.

Este concepto parece sumamente evidente a simple vista, pero su trascendencia en el trabajo editorial es extremadamente complejo cuando se le toma como un principio desde el cual parte el análisis. Por ejemplo, en el caso de la literatura, ¿no es innegable que hay obras que valen realmente muchísimo? Y sin embargo, el valor de un libro no equivale necesariamente a ese contenido: La metamorfosis de Kafka no es un libro por el que pagaríamos mucho a menos que se tratase de una edición muy especial, y en ese caso estaríamos pagando justamente los valores agregados materiales, no conceptuales. A diferencia de una pintura o una escultura, la mayoría de los libros son de producción industrial. Sin embargo, tampoco es el valor industrial lo que define al libro, pues no hay manera de valorizar el contenido de la obra solo en términos industriales.

Esta paradoja desemboca directamente en el gran dilema editorial: el doble carácter del libro. Un objeto de doble cara cuyos aspectos pueden determinar la existencia o no de una editorial, así como sus objetivos empresariales y, finalmente, la tendencia general de la industria, hecho que radica finalmente en lo que los lectores encontrarán en las reseñas de los diarios, las góndolas de las librerías y, desde luego, en la biblioteca de su propia casa.

El doble carácter

Pero veámoslo ahora desde la perspectiva editorial. Entonces. Tenemos por un lado que el libro es un objeto comercial, una mercancía. Sabemos, pues, que el libro es un objeto que se comercializa y puede satisfacer o no ciertas expectativas de retorno económico, en tanto puede o no generar un valor sobre el capital que se invirtió para su fabricación.

Por otro lado, es un valor cultural que posee significación únicamente en su contenido, ya que su valor intrínseco posee la capacidad de cobrar valor a nivel social, cultural o político. Y ese valor, que posee una dimensión plenamente simbólica (su costo no puede ser cuantificado como el resto de insumos comerciales), puede o no afectar las expectativas de retorno económico, pero es capaz de incluso superarlas.

Pero entonces... ¿Cuál de ambas esferas es la más apropiada para definir el valor de un libro? ¿Puede una gran novela de pocas páginas valer más que un libro comercial de lomo ancho? ¿Puede una edición de lujo sobre fotos de famosos costar más que una novela capaz de cambiar el curso de la historia? La respuesta más probable a preguntas como estas, al menos en mi opinión, será siempre el ambiguo y conciliador "sí y no". Definitivamente el valor del libro como forma simbólica puede trascender en gran extensión a su valor mercantil. Por otro lado, un libro objeto de un libro que contenga un texto insignificante, puede ser también una adquisición valiosa.

Desde el punto de vista del lector, el dilema se resuelve de manera muy simple: si el consumidor es siempre racional y si existe una demanda para un determinado bien, ¿no es finalmente el comprador quien decidirá si es justo el precio de un libro? Mientras haya alguien dispuesto a pagarlo, creo que la existencia de un libro es intachable, sin importar qué tan "bueno" o "malo" nos resulte a nosotros. En ese sentido, ni los editores ni los críticos tienen mucho derecho a decidir sobre lo que "puede" o "debe" leer el público.

Sin embargo, nos preocupa un asunto un poco más complejo: cómo resolver la paradoja desde el punto de vista del editor. ¿Cómo le damos valor a un libro? ¿De acuerdo al mercado? ¿De acuerdo a una suma de insumos y procesos industriales? ¿De acuerdo al contenido? Y en todo caso, ¿a qué se le debe poner más valor? ¿Qué clase de libro debería editar? ¿Qué libro me puede hacer un buen editor?

El doble editor

Un editor debe, desde luego, manejar ambas esferas. Su profesión así lo exige, pues está directamente relacionada con ambas. El editor, finalmente, pone en circulación ambas cosas al momento de lanzar un libro al mercado: un material mercantil, un contenido dentro de ese material.

Sin embargo, la medida justa para que ambas caras coexistan y optimicen el valor de un libro es ambigua, relativa y única. Cada editor debe, según su propio catálogo y criterio editorial, encontrar esa medida, ese punto de equilibrio entre un factor y otro. Un editor debería lograr que ambos sistemas de valor, los dos aspectos que generan ese doble carácter del libro, coincidan de manera coherente para lograr el objetivo editorial: aquel que se ha planteado al inicio de un proyecto.

No debemos olvidar que un editor es, antes que nada, un organizador. Y por ello mismo debe ser capaz de comprender a cabalidad los materiales que tiene en sus manos mucho antes de que el libro exista como producto final. En ese sentido, el editor debe manejar dos habilidades sumamente importantes: la manipulación, es decir, la capacidad de transformar la propiedad intelectual intangible en un activo que posea la proiedad de generar valor económico, y la valorización, la capacidad de discernir las mejores opciones para los recursos que se tienen y crear con ello un bien optimizado.

Pero... ¿y la editorial?

Desde luego, hay una diferencia muy grande entre un editor y una editorial. La próxima semana analizaremos con más detenimiento las formas en que un editor puede optar por valorizar uno u otro aspecto del libro, así como las implicancias que ello tiene en la editorial. Por ahora eso es eso para esta semana.

No olviden mirar algo nuevo en las librerías: comparar precios siempre nos dice algo sobre el criterio de algunas editoriales al momento de tomar decisiones económicas, y nunca es mal ejercicio analizar los posibles escenarios de ellas.

¡Salud con todos!

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